Ya tiene quince meses y entiende y respeta las rutinas. A las 9:00 ve a mamá encerrarse en el “despacho”, y él se queda jugando con la chica. Me gusta oírle reír mientras trabajo. Sufro cuando le oigo gritar o llorar y no siempre soy capaz de vencer la tentación de salir a verle. Suelo pensar que si no estuviera en casa lloraría más pero no me enteraría. Ahora al menos tengo la posibilidad de salir a consolarle aunque no siempre lo haga. De 12:30 a 13:30 nos vamos al parque. Ese momento no nos lo perdonamos por nada del mundo. Recogemos a papá del trabajo y comemos todos juntos.
A las 15:00 me vuelvo a encerrar hasta que se despierta de su siesta. Desde que soy madre me siento mucho más productiva. No sé cuánto tiempo tengo por delante sin una interrupción, así que tengo que aprovechar cada minuto. Cuando se despierta, merendamos y esperamos a que llegue papá del trabajo para jugar y reír los tres juntos. Después de cenar hay días que me vuelvo a sentar delante del ordenador.
Hay muchos momentos emocionantes. De hecho voy tomando notas y cuando tengo tiempo escribo sobre ellos. El tiempo que paso con mi hijo trato de disfrutarlo a su ritmo, redescubriendo el mundo con su mirada inocente, que se asombra con las pequeñas cosas del día a día: el agua colándose por el sumidero, el ruido de un objeto al caer, el eco de su voz en el garaje, el sonido de un helicóptero, la rotación de una pelota por el suelo…
El papel de mi pareja ha sido fundamental desde el principio. Creyó en mí y me ha animado y apoyado en todo momento. Además ha sido responsable técnico, analista web, diseñador, maquetador, entre otras muchas cosas, del proyecto. En casa no hace falta un reparto explícito de tareas porque siempre existe la voluntad de hacerle la vida más fácil al otro. Cada día aborda uno determinadas tareas de forma natural.